22 de enero de 2006

Cuento por Encargo

Terminó de despertarse ya en la calle, casi al mismo tiempo que pasaba el tercer bus que lo llevaría al trabajo. Para su fortuna, la luz del semáforo detuvo al vehículo y tuvo tiempo de alcanzarlo. “Estoy de suerte” se dijo, sin reparar en que había perdido ya dos autobuses, “hoy sí será el día”. Había pasado la noche saltando de un lado a otro de la cama, conciliando apenas el sueño por algunos segundos en un par de ocasiones. No era la primera noche que se desvelaba. Llevaba casi cuatro meses en ese trance, y no lograba pensar en ota cosa. “¿Viste la nueva secretaria del piso 13?” “sí, parece como hecha a mano” “lástima que yo ya esté casado” “ja, ja, ja, lástima que tu mujer trabaje en el mismo edificio”. Los comentarios de sus compañeros no eran muy diferentes esta vez que cuando se referían a las otras mujeres de la empresa. Básicamente, las clasificaban en dos categorías, potables o no. Y eran incapaces de llevar más allá sus bravuconerías. Claro, casi todos se encontraban casados desde jóvenes, como un paso casi natural al salir de la escuela. La paternidad precoz, la necesidad de tomar el primer trabajo que permitiera hacerse cargo de la situación, las nulas posibilidades de entrar a estudiar alguna cosa. Él no. Había pasado del colegio, donde hacía poco más que visitar el aula y la biblioteca, al instituto donde había estudiado para ser contador. Sólo la ostentación de ese cargo hacía que el resto de los trabajadores le hablaran. Desde luego. Él poseía la información sobre los pagos, los aumentos, los despidos. Aparte de la señora de la limpieza, amable por naturaleza, pocos le dirigían la palabra de manera desinteresada.
Él también la había visto. Pero no fue sino hasta el final del día, luego de escuchar a los demás, que le puso atención, al coincidir por segunda vez en el ascensor. “Dios, si es una mujer hermosa”. En su vida había visto una mirada de tal dulzura. Sintió que el elevador bajaba más rápido que de costumbre. En caída libre. El corazón palpitaba en sus sienes. Como le había ocurrido con todas las mujeres en su vida, fue incapaz siquiera de mirarla a los ojos. Al salir del edificio, estaba seguro que ella no había reparado en él. Era natural, dificilmente él mismo se percataba de su propia presencia. Turbado como estaba, apenas llegó a la casa que compartía con su madre anciana. Esa fue la primera noche. A partir de ahí, la ansiedad lo devoraba. Dueños de la misma puntualidad, se topaban en el ascensor más de lo que él creía poder soportar. Al llegar al 17, salía dando tumbos, buscando rápidamente el baño para mojar su rostro. Jamás podría hablarle. ¿Qué le diría? Cualquier cosa que saliera de sus labios sonaría estúpida. El viaje en ascensor duraba escasos dos minutos cada día, contando cada detención. El ritual se repetía por la tarde. Cualquier día perdería la razón si algo no ocurría.
Se dedicó a estudiarla. Tenía casi 4 minutos casi todos los días, para observarla de reojo, desde el fondo del ascensor, entre los cuerpos de los otros trabajadores. “Es soltera” fue una de las primeras cosas que advirtió mirando sus manos. Pronto averiguó sus datos personales. No fue difícil. Él tenía acceso a la información de todos y cada uno de los empleados. Nombre, dirección, estado civil, número telefónico, estudios, fecha de nacimiento...

Ese era el día. Ella estaba de cumpleaños. Sonaría igualmente bobo, pero resultaba innegable que la sorprendería. Incluso había tomado de su biblioteca un pequeño libro, un texto mediocre que alguien le regaló alguna vez, “Poemas para leer en la Oficina”, de un autor que prefirió luego dedicarse a la venta de seguros. No era lo ideal, pero resultaría adecuado. Casual, sin demostrar demasiado interés, pero sensible, un bonito gesto, diferente de los chocolates que cualquiera podría comprarle. El texto viajaba en el bolsillo de su gabán, desnudo, sin envolver, apenas abierto alguna vez. Nerviosamente, lo había ojeado en el trayecto en autobus, sin poder retener una sola rima. “No importa... el primer paso es hablarle, que sepa que existo”.
Entró al lobby. Ella ya estaba ahí, puntual a la cita como cada día. “Hoy es el día”. Se acercó. Al menos cinco personas los separaban. ¡Ding!. Entraron todos. Intentó mantenerse cerca y esperar el momento adecuado. “Supe que estás de cumpleaños. Felicidades” pensaba, una y otra vez. Siete, ocho, nueve. “Hoy es el día” pensaba. “Disculpa, no nos conocemos, pero Recursos Humanos siempre me encarga saludar a los empleados en sus cumpleaños”. Palabras en voz alta que no sonaban. Vocablos bien articulados por una boca cerrada. Sudor. Once, doce. “vamos, habla de una buena vez”. ¡Ding!. Ella salía del ascensor, más bella que nunca. Había estado tan cerca.
Aún quedaba la tarde. Sería aún mejor. Sacaría fuerzas de donde nunca las había tenido y, además de saludarla, le invitaría un trago. Bueno, un jugo tal vez, un café, cualquier cosa. Conversarían. Se les iría la tarde dándose cuenta de las mil cosas que tenían en común. La acompañaría hasta su casa, pagando un taxi, como una atención especial de cumpleaños. Fantaseó todo el día. El encuentro sería perfecto.
La hora de salida llegó, justo como cada día, con los mismo minutos de siempre. La espera ansiosa frente al ascensor. Entrar. Tomar un lugar, esta vez más cerca de la puerta. Estaba listo. Había repasado un millón de veces las palabras. Sabía perfectamente lo que le diría. Trece. Las puertas se abrieron. Entran dos. ¡Ella no está! El sudor. La angustia. Las puertas se cierran. “¡Un momento!” se escucha desde fuera, y una mano salvadora que impide el cierre de las puertas. “Ufff, estuvo cerca”. El ascensor se detiene casi en cada piso. Él se acerca. Nueve, ocho, siete, seis. Es el momento preciso. Cuatro, tres. “ufff, aquí voy” la decisión estaba tomada. “Francisca... Feliz cumpleaños”. Su sonrisa se ensanchó y su rostro brillaba iluminándolo todo. Se veía dichosa. Sin darse cuenta las puertas ya se habían abierto en el primer piso y todos comenzaban a salir. “Mi vida, te acordaste”. Saltó hacia su cuello con los brazos abiertos. Flotaba. Lo besó.

Nunca lo había visto antes. El corazón dejó de latir y cayó entre sus pies. El librillo de poemas era estrujado dentro del gabán. Impotencia. Rabia. Desazón. Ella se abrazaba ahora con un tipo en el lobby, que sostenía una caja de bombones en una mano, y un ramo de flores baratas en la otra. “No pensé que podrías venir para mi cumpleaños. No sabes lo feliz que me haces”. Las puertas del ascensor se cerraron. Su boca nunca se abrió. Los cuatro meses nunca existieron.

M.T.